Algunos chauvinistas dirán que el gobierno “prohibió” o inhibió su desarrollo porque los acuerdos con los vecinos del norte “obligaban” a nuestras autoridades a permanecer sometido tecnológicamente. La verdad, no existió tal cosa de manera abierta aunque tácitamente pudo existir complicidad originada por intereses económicos más que por un tema de política nacional o coerción material.
También debe reconocerse que nuestro país no es una potencia tecnológica, nunca ha tenido ese enfoque emprendedor de la sociedad apreciado en países occidentales más avanzados así como tampoco los estímulos y condiciones que propiciaran una ola o movimiento creativo de nivel capitalista. Una lástima cuando miramos el talento mexicano mejor explicado como la televisión a colores, la pildora anticonceptiva o los famosos jetpacks tan exhibidos por la NASA.
Basta saber que en Italia había fábricas verticales de automóviles tan temprano como 1920, sin olvidarse de las instalaciones fabriles estadounidenses. En esos años, nuestros antepasados apenas estaban organizando el país tras los descalabros de nuestra guerra civil llamada pomposamente Revolución y una constitución joven que no daba espacio a los capitales dada la experiencia vivida en el Porfiriato. De hecho, toda muestra de intelectualidad o propuesta filósofica de avanzada era constreñido por las políticas de los gobiernos revolucionarios tan casados con el socialismo pero que seguían pendientes de las “sugerencias” capitalistas del vecino del norte.
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la incesante expansión industrial norteamericana nos alcanzaba y dio pie al viejo milagro económico mexicano, tampoco hubo una verdadera iniciativa gubernamental para crear una industria del automóvil. Sólo hasta la década de los años sesenta surgieron las restricciones a la libre importación de automóviles y apareció el famoso porcentaje de contenido nacional.
La intención era estimular las cadenas de proveduría y eventualmente, que naciera una firma nacional. En esa época, Renault y American Motors Company fueron intervenidas o negociadas en plena ola nacionalista, por lo que cualquier intento de emprendimiento quedaba detenido por las rigideces del gobierno mexicano.
Llegaron los ochenta y con ella las crisis recurrentes que también apagaron cualquier deseo de crear una compañía competitiva frente a los gigantes automovilísticos de entonces también acotados en el país. Tampoco fue aprovechado y nuestras autoridades tenían más interés en aprovechar la consolidada industria petrolera antes que arrancar proyectos nuevos de tecnología propia.
Finalmente, llegamos a la apertura total de los años noventa, casi brutal que aniquiló a muchas cadenas productivas y creó una gran red de maquiladoras, simple ensamble, nada de innovación. En esos momentos, ya la industria del automóvil en otros lares se hallaba muy desarrollada, con nuevos enfoques de producción y una rapidez de reacción en sus líneas de producción que sorprendía a todos.
Hoy, los cambios han ocurrido tan aceleradamente que resultaría suicida pensar en una firma netamente mexicana que fabricara automóviles para uso común. Las tendencias apuntan hacia nuevas tecnologías como híbridos y eléctricos, sin dejar de mencionar que la demanda nacional es raquítica para sostener una planta formal. A ello hay que considerar toda la inversón necesaria y la experiencia -el saber cómo o know-how-, para crear desde cero un automóvil común. Además, hay que considerar las regulaciones en otros países, como las pruebas de choque, el tema de emisiones, el reciclado, etc.
Si lo vemos así, honestamente no hay oportunidad para una marca mexicana de autos. Porque el futuro ya nos rebasó en esta área de oportunidad.
Lo mejor dentro de lo posible es mirar hacia las propuestas de movilidad alterna como vehículos eléctricos unipersonales, transportes masivos más eficientes o incluso imaginar ser generadores de tecnología de propulsión más eficaz y limpia. Porque soñar todavía no cuesta nada pero hay que ser realistas con las posibilidades del futuro cercano.